lunes, 7 de junio de 2010


Era la cuarta vez que estaba en París en viaje de negocios y aún no había visitado la ciudad, apenas un vistazo a la Tour Eiffel o al Arc de Triomphe desde el taxi que le llevaba del aeropuerto a la oficina y de la oficina al aeropuerto. Pero esta vez no iba a ser así, se prometió ver la ciudad y para ello pidió el vuelo de vuelta para dos días más tarde. Sin embargo el trabajo se complicó y tuvo que ocupar también el fin de semana.

Con el trabajo ya terminado y a falta de dos horas de la salida del avión se lamentaba desde las magníficas vistas de la oficina situada en la Défense. Miró el reloj de la pared y salió de la oficina. Al menos iría a ver una obra, un monumento, un edificio, un museo, lo que fuera, en homenaje a la pasión que tenía por el arte en sus tiempos de estudiante.

Recordó a un chico que una vez se encontró en un avión; le dijo que iba a París porque tenía que hacer un trabajo sobre un cuadro. Si alguien hace un viaje tan largo para ver un cuadro es que merece la pena, se dijo.

Y poco después allí estaba, en la sala sesenta y dos de la segunda planta de Le Museé d’Orsay, llevaba 10 minutos frente al cuadro y no sabía que pensar. Aquella mujer sentada de espaldas ¿Qué quería decir? Lo único que lograba recordar a duras penas era que era un cuadro minimalista de principios del siglo pasado. Volvió a consultar el reloj y se dió cuenta de que tenía que marcharse. Cuando salía por la puerta de la sala observó que ahí estaba el guardia de seguridad, sentado, en la misma postura que la señora del cuadro. Giró sobre él hasta situarse frente a frente. Y allí estaba, aquella imagen que era una revelación: de fondo el cuadro con aquella señora de espaldas, y en primer plano, de frente, el guardia de seguridad, con los ojos cerrados completamente dormido. Sonrió, dejó el maletín en el suelo, se desanudó la corbata, la tiró en la papelera y fue a ver el resto del museo.

domingo, 23 de mayo de 2010

EL reloj de Lorena

Se conocían desde hacia tanto tiempo que ni ellos mismos se acordaban de como habían llegado a ser amigos. Puede que todo surgiera a raíz de una atracción sexual. Al fin y al cabo, todas las personas con las que coincidían pensaban, en un principio, que eran pareja. Sin embargo, cuando uno llegaba a conocerlos quedaba claro que aquello nunca podría suceder ya que siempre hablaban de cosas insignificantes: él hablaba de sus ideas sobre como arreglar el mundo a través de la política, del sin sentido de las guerras, y de lo fácil que sería solucionar el hambre en el mundo; ella hablaba de cosas más importantes en su vida como donde le gustaría vivir cuando tuviera marido, de como el trato discriminatorio a las mujeres le había llevado a tomar la firme convicción de que jamás aprendería a cocinar... pero sobretodo, la conversación por excelencia era la importancia que tenía en su vida el reloj que le dejó su abuela como herencia cuando sólo tenía doce años. Decía, que a pesar de que lo llevaba tantísimas horas en su muñeca, jamás había visto las manillas dos veces en la misma posición, siempre había un reflejo o una sombra que la hacía distinta; es por eso, que siempre que le preguntaban la hora, ella, ajuntaba la fecha completa.
-Es sólo un reloj- decía él.
-No, es el tiempo.
A pesar de que pasaban casi todo el tiempo juntos, un día cualquiera (para ella el sábado 31 de octubre de 2000 a las 3h 45´56´´) ella consiguió echarse un novio guapo y tonto que la seguía como un perro faldero allá donde fuera.
Todas las tardes salían los tres a pasear por el parque y mientras ellos tenían sus mismas conversaciones triviales, el novio iba cogido de su mano derecha con la vista perdida en el infinito, sin abrir la boca en ningún momento y así, poco a poco, fueron pasando segundos, minutos, horas, días y años en las manecillas del reloj.
El día 31 de octubre de 2005 a las 00h 00´00´´ mientras ella se arreglaba para salir a celebrar su aniversario con su ya marido, recibió una llamada de éste advirtiéndole que no podría ir, que tenía que cumplir con sus obligaciones en la oficina, que saliera ella y que se lo pasara muy bien. Colgó y descolgó el teléfono en un instante; llamó a su amigo, para ver si estaba dispuesto a hacerle compañía, y así fue.
El transcurso de las horas fue pasando rápido y feliz tras las mismas amenas conversaciones de siempre.
-¿qué hora es?-preguntó él
-Caramba son las tres y treinta y dos minutos del...
-Ya sé que día es, gracias.
-Tengo que marcharme, solo me quedan trece minutos cincuenta y seis segundos para poder estar en casa con mi marido.
Así terminó su encantadora velada.
Cuando llegó a casa, entró sigilosamente al baño y allí se refrescó, se puso cómoda desnudándose de sus joyas y su reloj y fue dirección hacia su habitación, entonces empezó a oír un horripilante y constante chirrido similar al de un muelle oxidado, desquiciada por el insoportable ruido se puso a buscar su origen, tras veinte minutos de búsqueda llego a la conclusión de que el sonido no venía de su casa sino que tal vez pudiera venir del vecino de arriba que esa noche como tantas otras había tenido suerte y había logrado llevar una nueva adquisición a su vieja cama. Cuando ya se disponía escoba en mano a pegar golpes al techo para que el sonido cesara, paso por la puerta de su propia habitación y pudo ver como había una mujer de protuberantes y artificiales pechos beneficiándose a su marido.
Aquella imagen la martirizó, su primera reacción fue salir corriendo de su casa dando un portazo y sin rumbo fijo.
Tras estar horas vagando por las calles desbordándose entre lágrimas fue a casa de él, cuando la puerta se abrió ella tenía sus manos en la cara para impedir que él viera sus lágrimas. Él la cogió por las muñecas y notó que su muñeca izquierda no estaba tan fría como normalmente y le preguntó:
-¿Qué te pasa?
-He perdido el tiempo.
En un acto reflejo él bajó la vista hacia las muñecas de ella y volvió a mirarla a los ojos.
-No te preocupes, mañana buscaremos tu reloj.

domingo, 11 de abril de 2010

El número Diez

El día diez de Octubre, mes número diez para los incautos, del año X el Sr Díez salió del trabajo a las diez de la noche después de su insoportable jornada laboral de diez horas. Iba especialmente contento porque era el cumpleaños de su hijito, que cumplía diez años y, además, su querida esposa le llamó para comunicarle que había sacado un diez en su examen de conducir, gran noticia teniendo en cuenta que era la décima vez que se presentaba.

Salió de la oficina a paso ligero, exactamente a diez Kilómetros por hora, tardó diez minutos en llegar a su casa situada en el número diez de la calle Alfonso X el Sabio. Cogió el ascensor y subió hasta el décimo piso y entró a su casa. Abrió la nevera y se dispuso a colocar las diez velas en los diez pasteles que había comprado, al parecer en la pastelería no les quedaban tartas porque sólo habían hecho diez. Al acabar cogió su regadera y fue a regar las diez plantas que le había ido regalando a su mujer durante sus diez años de casados. Cuando estaba con la décima y última planta, sus zapatos, recién estrenados hacía apenas diez días, le jugaron una mala pasada; se resbaló y sin saber como cayó por la ventana. Consiguió agarrarse al alfeizar con sus diez dedos pero sólo fue capaz de aguantar diez décimas de segundo. Finalmente cayó al vacío.

Diez días más tarde se celebró el funeral. La familia, diezmada, acudió por decenas. Nadie fue capaz de explicarle a la viuda por qué se dice que el número de la mala suerte es el trece y no el diez.